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· La casa de Halvar
· Ganó el más listo
· El rey confiado
La casa de Halvar
Adaptación
del cuento popular de Suecia
Hace más de cien años, en Suecia, vivía
en una hermosa y verde colina un gigante llamado Halvar. A pesar de ser un
hombre mucho más grande de lo normal, nadie le tenía miedo. Todos los
habitantes de los alrededores le querían y respetaban porque era un gigante
bueno y generoso.
Lo que más amaba Halvar era hacer feliz
a la gente. En cuanto tenía oportunidad regalaba todo lo que tenía incluso
aunque él se quedara sin nada. De hecho, era un gigante muy pobre que apenas
tenía para comer pero que a pesar de todo se consideraba un tipo afortunado.
Con la llegada del buen tiempo Halvar se
sentaba en la puerta de su humilde aunque enorme casa de madera, y con una gran
sonrisa saludaba a todo el que pasaba por delante ¡Sentarse al sol, mordisquear
briznas de hierba y observar a sus vecinos para darles los buenos días, le
encantaba!
Un día pasó junto a él un hombre que no
conocía. Tenía mala cara, iba vestido con harapos y tiraba de una vaca huesuda
que de tan flaca casi no podía andar. Halvar, tan amable como siempre, le
saludó con la cabeza y se interesó por él.
– ¿Va al pueblo a vender su vaca, señor?
– Sí, a eso mismo voy. Mi mujer y
yo estamos pasando una mala época y no tenemos nada que llevarnos a la
boca. No creo que me den mucho por este viejo animal… ¡Con suerte podré
cambiarlo por un saco de harina para hacer pan!
Al gigante se le encogió el corazón ¡Qué
pena le daba ese hombre! Una vez más, quiso mostrar su generosidad.
– ¡Espera, no te vayas! Veo que
necesitas ayuda y quiero hacer un trato contigo. Si te parece bien, te cambio
la vaca por siete cabras jóvenes y bien alimentadas.
El hombre, lógicamente, desconfió de sus
palabras.
– No entiendo… ¡El trato que me propones
no es justo porque evidentemente tú sales perdiendo!
Halvar le miró con ternura.
– No quiero ganar nada, amigo, solo
ayudarte un poco. Aguarda un momento que voy a por ellas.
Dio cuatro o cinco zancadas de gigante
hacia la parte trasera de la casa y con otras cuatro o cinco regresó tirando de
una cuerda que ataba siete cabras blancas y con una pinta estupenda.
– ¡Toma, aquí las tienes! Espero que a
partir de ahora las cosas te vayan mejor y seas muy feliz.
El desconocido le entregó la escuálida
vaca y se alejó, todavía sin creérselo mucho, con las siete cabras rumbo a su
hogar.
¡Imagínate la cara de felicidad de su
mujer cuando se encontró con la sorpresa! Entre los dos metieron las cabras en
el establo y a partir del día siguiente, empezaron a ordeñarlas. Con los litros
de leche que obtuvieron fabricaron exquisitos quesos y los vendieron en el mercado
del pueblo. Un tiempo después, con el dinero ganado, compraron varias docenas
de gallinas que cada mañana ponían unos huevos enormes de yema anaranjada
que la gente pagaba con mucho gusto.
Las cosas les fueron tan bien que en
pocos meses empezaron a nadar en la abundancia y a disfrutar de la vida. Jamás
se acordaron de darle las gracias a quien les había dado la oportunidad de
salir de la pobreza: el gigante bueno.
Pasó el tiempo y una mañana el granjero
pasó por delante de la casa de Halvar. Allí estaba él, como siempre, sentado
bajo el sol, mascando una brizna de hierba y regalando sonrisas a todo el
mundo.
Agitando su manaza, le saludó con
alegría.
– ¡Amigo mío, qué gusto me da verte
pasar por aquí! ¡Tienes buena cara! ¿Por qué no pasas, te invito a merendar y
de paso me cuentas cómo te ha ido con las siete cabritas?
Por increíble que parezca, el granjero
no tenía ningún interés en hablar con él y se limitó a gritarle desde el
camino:
– ¡Lo siento, pero tengo mucha prisa!
Por cierto, veo que sigues en tu casucha de madera y todo el día tumbado al
sol. Te daré un consejo: trabaja e invierte bien tu dinero y tal vez algún día
podrás ser tan rico como yo lo soy ahora.
Y sin una muestra de agradecimiento, sin
una muestra de cariño hacia Halvar, continuó su camino pensando únicamente en
cómo aumentar su fortuna.
Halvar se sintió apenado al comprobar
que en el mundo hay personas que no valoran la ayuda desinteresada de los
demás, pero después pensó que eso no le iba a cambiar y que seguiría ayudando a
quien lo necesitara siempre que se presentara la ocasión.
Ganó el más listo
Adaptación
del cuento popular de Kenia
En las lejanas tierras africanas
vivían una hiena y una mona que eran muy amigas. A las dos les encantaba pasar
el tiempo juntas, riéndose y cotilleando sobre todo lo que sucedía a su
alrededor ¡Más que hiena y mona parecían dos cotorras de tanto que hablaban!
Uno de esos días de charla
infinita se enzarzaron en una discusión sobre cuál de las dos era más astuta.
– ¡Querida mona, perdona que te
lo diga, pero sabes que yo soy la más hábil de las dos!
– ¡De eso nada, bonita! ¡A
espabilada no me gana nadie!
– ¡Ja! ¡Ya te gustaría tener la
rapidez mental que tengo yo!
– ¿Tú? ¡Vamos, no me hagas reír!
¡Yo sí soy inteligente y rápida a la hora de tomar decisiones!
Así se pasaron más de una hora
las dos camaradas sin llegar a un acuerdo. Hartas de pelearse decidieron
ir en busca del único hombre que vivía en la zona y que por lo visto tenía fama
de ser una persona bastante buena y justa. Cuando llegaron a su cabaña, el
humano les dio una cálida bienvenida.
– ¡Pasad, pasad, estáis en
vuestra casa! ¡Ahora mismo os pongo algo para beber pues imagino que estaréis
cansadas!
Mientras la mona tomaba asiento,
la hiena acompañó a su anfitrión a la cocina y en voz baja le dijo:
– ¡Quiero decirte algo sin que
me oiga la mona! Hemos venido para que nos aclares quién de nosotras es más
astuta. Te aconsejo que digas que soy yo porque si no vendré por la noche con
mi manada y nos comeremos todos tus animales ¿entendido?
El hombre, sorprendido por la
desagradable amenaza, se quedó en silencio y regresó junto a la hiena al salón
donde estaba la mona como si no hubiera pasado nada.
Charlaron los tres un rato,
bebieron agua y el hombre se levantó para ir a preparar un plato de galletas.
Esta vez fue la mona quien, alegando que debía ir al baño, se fue tras él a la
cocina. En cuanto comprobó que estaban a solas y su amiga no podía escucharla,
le agarró del brazo y le espetó:
– No sé si sabrás que estamos
aquí para que nos digas cuál de las dos es más astuta. Por supuesto tienes que
decir que soy yo o tendrás que atenerte a las consecuencias: vendré con diez o
doce monas amigas mías y entre todas ensuciaremos el agua de ese estanque
tan limpio que tienes… ¿Está claro?
El hombre se quedó helado. Ahora
era la mona quien le amenazaba. Callado, cogió el plato de galletas y salió de
la cocina seguido por el animal.
Reanudaron la conversación y, en
un momento dado, la hiena levantó la voz.
– Te agradecemos tu hospitalidad
y la comida, que por cierto, estaba buenísima. Ahora queremos conocer tu
opinión acerca de un tema muy importante: ¿cuál de las dos es más astuta?
Tanto la hiena como la mona le
miraron fijamente esperando una respuesta favorable. El hombre se quedó
pensativo, se levantó, dio unos pasos, y abrió la puerta de la casa.
– Venid aquí y sentaos a mi lado
frente al jardín. Tú, hiena, a mi derecha. Tú, mona, a mi izquierda.
Las dos obedecieron sin
rechistar.
– Me pondré a vuestra espalda y
tocaré a una con el dedo pulgar. Ésa será la afortunada, es decir, la que yo
considero más astuta. Eso sí, haremos un trato: la que note mi dedo
tendrá que salir corriendo lo más rápido que pueda hasta su casa sin
echar la vista atrás ¿de acuerdo?
La mona y la hiena contestaron
al unísono:
– ¡De acuerdo!
Se sentaron quietas como
estatuas y, sin que se dieran cuenta, el hombre tocó a las dos a la vez. La
hiena salió pitando hacia la derecha y la mona rápida como un rayo hacia la
izquierda.
Como te puedes imaginar cada una
de ellas creyó ser la ganadora y se fue tan feliz. Por su parte, el hombre,
gracias a su curiosa idea, logró librarse de la pesada pareja de amigas y
demostrar que en realidad, el más astuto era él.
Sí quieres oírlo puedes acceder a este link: https://youtu.be/kfwjvIM-qMs
El rey confiado
Adaptación
del cuento popular del Tíbet
Hace muchos años, en un reino
pequeño pero muy próspero, gobernaba un rey justo y bondadoso que era muy
querido por su pueblo. El monarca estaba muy orgulloso de que las cosas fueran
bien por su territorio pero había una cuestión que le tenía constantemente
preocupado: era consciente de que tenía un carácter demasiado confiado y le
abrumaba pensar que en cualquier momento podía aparecer un desalmado que se
aprovechara de su bondad.
Un día, durante la cena, le dijo
a su esposa:
– Me considero buena persona y
tengo miedo de que alguien me traicione ¿Qué puedo hacer, amor mío, para
solucionar este tema que tanto me agobia?
– Querido, si te sientes
inseguro, deja que alguien te ayude y te aconseje en las situaciones difíciles.
– ¡Tienes toda la razón! Ya sé
lo que haré: nombraré un consejero para que me avise cuando alguien intente
hacerme una jugarreta ¡Será mi mejor colaborador y amigo!
– ¡Eso está muy bien!
– Sí, pero debo tener cuidado a
la hora de elegir a la persona adecuada. Ha de ser el hombre más inteligente
del reino para que nadie pueda engañarle tampoco a él.
Dicho esto, el rey abandonó el
comedor y reunió a cincuenta mensajeros reales en el salón del trono.
– Os he mandado llamar porque
quiero que recorráis todas las ciudades, pueblos y aldeas anunciando a mis
súbditos que busco a la persona más inteligente del reino. Entre todos los que
acudan a mi llamada elegiré a mi futuro consejero, a mi hombre de confianza.
Decidles que yo, el rey, les espero en esta misma sala dentro de una semana.
¡No había tiempo que perder!
Todos los mensajeros montaron en sus caballos y difundieron la noticia por los
lugares más remotos. Siete días después, decenas de candidatos se reunieron en
torno al monarca deseando escuchar lo que tenía que decirles.
Había aspirantes para todos los
gustos: jóvenes, ancianos, comerciantes, médicos, orfebres, pescadores…
Todos muy ilusionados por conseguir un cargo tan importante.
El rey, sentado en su trono
dorado, les habló en voz alta y firme:
– Imagino que cada uno de
vosotros sois personas realmente inteligentes, pero como sabéis, sólo puedo
quedarme con uno. Quien logre superar el reto que voy a plantear, será nombrado
consejero real.
El silencio en la sala era tal
que podía escucharse el zumbido de una mosca. El rey continuó con su discurso.
– La prueba es la siguiente: yo
estoy sentado en mi trono y no pienso levantarme mientras vosotros estéis en la
sala, pero el que consiga convencerme de que lo haga, el que consiga que me
ponga en pie, se quedará con el cargo.
Durante un par de horas los
aspirantes al puesto, utilizando todas las tretas posibles, intentaron
persuadir al rey. Ninguno consiguió que levantara sus reales posaderas del
trono.
Cuando parecía que el desafío
del rey no había servido para nada, un tímido muchacho que todavía no había
dicho ni mu apareció de entre las sombras y se le acercó.
– Me presento, alteza. Mi nombre
es Yeshi.
– Te escucho, Yeshi.
– Quiero hacerle una pregunta:
¿Cree usted que alguien puede obligarle a cruzar la puerta y salir de este
salón?
El rey se quedó atónito.
– ¡¿Cómo va a obligarme alguien
a salir de aquí?! ¡Soy el rey y sobre mí no manda nadie!
Para su sorpresa y la de todos
los allí reunidos, Yeshi le replicó con absoluta tranquilidad:
– ¡Yo sí puedo!
El rey apretó los puños
intentando contener la rabia, pero le podía tanto la curiosidad que
siguió escuchando el razonamiento del chico.
Yeshi señaló la puerta de
entrada al salón.
– Señor, ahora imagine que usted
y yo ya estamos fuera de este salón ¿Qué me daría si consigo convencerle de que
entre de nuevo?
El rey contestó sin pensar bien
las consecuencias:
– ¡Te nombraría mi consejero!
Yeshi, con una sonrisa, le
animó:
– ¡Muy bien! ¿Por qué no lo
intentamos y salimos de dudas?
El rey, pensando que el reto era
muy fácil porque tenía clarísimo que nadie iba a obligarle a entrar en el
salón si no quería, aceptó la propuesta del joven y se levantó de un saltito
para salir por la puerta.
En cuanto dio tres pasos se
coscó de la inteligente jugada de Yeshi. Frenó en seco, se giró hacia el
muchacho y guiñándole un ojo le dijo:
– ¡Ciertamente eres muy listo!
Has conseguido desviar mi atención para que yo, sin darme cuenta, me levantara
del trono ¡Has superado el reto y si alguien merece el puesto eres tú! A partir
de ahora vivirás en palacio y me ayudarás día y noche como consejero y buen
amigo.
Yeshi se sintió muy honrado y
recibió un sonoro aplauso como reconocimiento a su sagacidad.
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